En un artículo en L’Osservatore Romano, el Cardenal Gran Maestre de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro reflexiona sobre el viaje del Papa programado para el próximo mes de marzo a la «tierra bisagra» entre el Medio Oriente y Asia: será una «inyección de ánimo» para reconstruir la confianza.
El Papa Francisco, en un sorprendente, aunque esperado anuncio, reveló en los últimos días que acepta la invitación de las autoridades iraquíes para visitar la tierra de Abraham en los primeros días de marzo. Un viaje muy esperado tanto por los iraquíes como por el Pontífice que por diversas razones tuvo que posponerlo. La noticia causó una gran emoción. Muchos en Irak lloraron, me informaron. Yo también estoy conmovido, habiendo compartido con ese noble pueblo y en particular con los cristianos, la vida, los dramas y las esperanzas en los últimos veinte años.
Irak no es un país cualquiera. La Mesopotamia fue la cuna de antiguas civilizaciones de extraordinaria belleza (sumerios, babilonios, asirios): aquí nació la primera codificación escrita de las leyes (Código de Hammurabi); aquí nació la fe de Abraham, varios profetas predicaron y se cree que están sepultados (Ezequiel, Jonás, Nahum); aquí floreció la primera evangelización atribuida al apóstol Tomás; aquí se desarrolló la Iglesia de Oriente que extendió su fructífera presencia a lo largo del Golfo Pérsico hasta la India, Afganistán y la antigua China (la «Estela de Xian» lleva grabado su credo); fue aquí donde el Islam hizo una de sus primeras conquistas y experimentó su primera división dramática entre sunitas y chiítas; fue aquí donde la difícil coexistencia de conquistadores y conquistados produjo el encuentro entre las civilizaciones árabe-greco-cristiana que jugaron un papel tan importante en la civilización del Mediterráneo; aquí nacieron herejías y grandes obras teológicas, grandes santos y escritores sagrados. Los cristianos que la han habitado hasta ahora son herederos de una historia gloriosa, no siempre bien conocida.
Una historia de fe y sangre
Desde el punto de vista geopolítico, Irak es una tierra «bisagra» entre el Oriente Medio y el Asia centro-occidental. La fertilidad de los dos grandes ríos que lo atraviesan y las riquezas petroleras han sido el origen de grandes bendiciones, guerras y sufrimientos. El Papa encontrará en los pliegues de esta tierra, empapada de sangre de innumerables conflictos, una historia que pesa mucho sobre los hombros de la gente que la habita. La presencia cristiana en los últimos cien años ha disminuido gradual y dramáticamente. Hasta hace unos pocos decenios se concentraba en Bagdad (que como capital ofrecía mayores posibilidades de trabajo), en la Llanura de Nínive (Mosul, antigua Asiria) y en el norte del Kurdistán -donde los misioneros dominicos toscanos compusieron el primer vocabulario y gramática kurdos (1787). Se trata de comunidades que han sobrevivido a siglos de adaptaciones, de convivencias no fáciles, de presiones autoritarias, de impuestos y gravámenes, de inducciones y prohibiciones de matrimonio, de discriminación y odio, de intolerancia y envidia y, en los últimos tiempos, también de persecución (cf. La Chiesa in Iraq. Storia, sviluppo e missione, dagli inizi ai nostri giorni, Libreria editrice vaticana, 2015). La historia de esta tierra es un entrelazamiento de personas y eventos. Y la de hoy no prescinde de la de ayer.
El Papa Francisco llevará consigo una novedad. La posibilidad de una convivencia fundada en esa fraternidad que quiso firmar en Abu Dhabi el 4 de febrero de 2019. No es secundario que esto suceda después de ese evento y que aporte esos principios de coexistencia que la tierra de Abraham, el Irak de hoy, necesita absolutamente. La Iglesia Católica (caldea, siria, armenia, latina), pero también de Oriente se ha hecho portavoz, junto con muchas minorías, de la necesidad de una convivencia respetuosa con todos los ciudadanos más allá de la profesión de fe de cada uno.
Increíble generosidad
El 20 de agosto de 2014, al final de la tarde, el Papa Francisco me concedió una audiencia a mi regreso de Irak, donde me había enviado diez días antes como su representante para estar cerca y mostrar la solidaridad de la Iglesia hacia los miles de cristianos y otras minorías que los terroristas de Isis habían expulsado, despojados de todas sus posesiones, de Mosul y de la Llanura de Nínive; le conté la terrible situación de las innumerables familias que estaban sin rumbo por las carreteras o se instalaban en cualquier lugar que pudiera ofrecerles hospitalidad: iglesias, escuelas, jardines, edificios en construcción. En todas partes organizaron cocinas, baños, pequeñas enfermerías para los ancianos y los enfermos. Una increíble generosidad. Había escuchado historias de personas que lo habían perdido todo, episodios de terribles asesinatos, historias de violencia contra mujeres jóvenes secuestradas y vendidas en los mercados, de niños separados de sus padres; había compartido las ansiedades y preocupaciones de los líderes yazidíes que hablaban de una violencia indecible; había visitado el frente militar noroccidental de la peshmerga a unos pocos cientos de metros de las líneas de Isis. Las autoridades kurdas habían sido muy generosas al ayudar y organizar la resistencia; pedían que los cristianos no abandonaran su tierra, reconociendo que «tenían un derecho nativo a vivir allí». Era la primera vez que lo decían, según lo que me contaron los obispos. Lo transmití, no sin profunda emoción, al Papa, que quedó muy impresionado por esa narración. Regresé al Irak para la Pascua de 2015; quería que esa población supiera que no la habíamos olvidado. La Fuerza Aérea Italiana me ayudó a llevar seis mil «palomas de Pascua» para las familias, un regalo de las familias de la diócesis de Roma. Fue un momento de alegría y amistad.
Empezando de nuevo desde la «patria común»
Había aprendido a amar al pueblo iraquí y a sus comunidades cristianas en los cinco años de servicio como representante diplomático de la Sede Apostólica en Irak. Fueron años difíciles; la caída de Saddam Hussein había causado caos y la comunidad cristiana se convirtió en objeto de feroces ataques, de asesinatos, de confiscación de casas y bienes; los que podían, huían. Los obispos, el clero y los religiosos y religiosas, todos compartimos el drama de los bombardeos y la guerra. Esto había cimentado la estima y el afecto.
La visita pastoral del Papa será una inyección de ánimo para que Irak se convierta en un país de convivencia civil y respetuosa. Reconstruir la confianza es fundamental. Como dijo el arzobispo latino de Bagdad, monseñor Jean Benjamin Sleiman, es necesario que los cristianos, revitalizados en la fe, no se comporten como una minoría que se esfuerza por ponerse al día con la historia que aparentemente los ha dejado atrás, sino que vuelvan a partir del concepto de un país común, de una ciudadanía sin connotaciones y de la Carta de los Derechos del Hombre, del bien colectivo y de una organización moderna y racional. Yo añadiría: el Documento de Abu Dhabi puede ayudar a lograr este fin: tanto entre los musulmanes para superar la profunda división entre suníes y chiítas, como entre el Islam y el cristianismo, sin ignorar las muchas pequeñas minorías que habitan esta extraordinaria tierra de Abraham.