“Mi Providencia y tu fe mantendrán la casa en pie”, era la máxima o sentencia que Santa María Micaela del Santísimo Sacramento pedía que sus religiosas colocaran en cada una de sus casas. Era una referencia a la colaboración necesaria entre la gracia de Dios y el esfuerzo humano para librar las pequeñas y grandes batallas de la vida. La Santa supo muy bien de esas luchas porque, con su sacrificado apostolado, logró rescatar a muchas mujeres de la prostitución.
Santa María Micaela nació en Madrid, España, en 1809, en el seno de una familia noble. Su nombre completo era María de la Soledad Micaela Agustina Antonia Bibiana Desmaissières y López de Dicastillo, Vizcondesa de Jorbalán. A pesar de su condición social, desde pequeña tuvo que afrontar grandes dificultades y dolores. Sus padres murieron inesperadamente, su hermanita perdió la razón y su otra hermana fue desterrada por motivos políticos.
Durante unos años María Micaela tuvo que acompañar a su hermano mientras este se desempeñaba como embajador en París y luego en Bruselas. Solía madrugar para no dejar de cumplir con sus prácticas de piedad, ir a Misa y hacerse el tiempo para las obras de caridad con pobres y enfermos. A partir del mediodía asistía a los banquetes diplomáticos y demás actividades protocolares, en las que solía exhibir la misma sonrisa y amabilidad con las que empezaba su día; para ella todo había que hacerlo con caridad.
Al volver a Madrid, se encontró con María Ignacia Rico, amiga con quien visitó el hospital San Juan de Dios. En aquel hospital, encontró una dura realidad: el hospital estaba lleno de mujeres que se prostituían y habían caído enfermas de viruela y otras terribles enfermedades. Micaela se quedó impresionada con aquella condición horrorosa y cruel a la que las prostitutas estaban sometidas. Eran mujeres en estado de abandono, violentadas en su dignidad, rechazadas por muchos y abusadas por otros.
Con Ignacia consiguieron una casita para albergar a aquellas mujeres, la mayoría muy jóvenes, y así protegerlas, redimirlas en su dignidad y salvarlas. Esto generó habladurías e incomprensiones de parte de la alta sociedad española y, aunque pueda parecer un absurdo, también de una parte del clero. La condena social sobre María Micaela se tradujo en abierto rechazo, incluso de sus amistades. La Santa, entonces, dejó la casa familiar, ubicada en un elegante barrio, y se fue a vivir con aquellas mujeres a las que había decidido servir.
Santa María Micaela fue una mujer de profunda oración, sensible a las mociones de Dios, y muy obediente. Nada de esto le resultaba fácil, pero su deseo de “mantener la casa en pie” era muy grande. Tuvo distintos directores espirituales, pero, sin duda, quien mejor supo acompañarla en su itinerario espiritual fue San Antonio María Claret.
Muchas historias sobre la vida de la Santa dan cuenta del celo que la impulsaba en el cuidado de las almas. Cierto día, por ejemplo, acudió a un prostíbulo decidida a rescatar a una muchacha retenida a la fuerza. María Micaela recibió insultos y golpes, le lanzaron piedras y la agredieron con gestos obscenos. Nada de eso logró ahuyentarla. Santa Micaela sacó a la chica abriéndose paso a empellones entre sus agresores.
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