Santa Martina fue una mujer romana, perteneciente a la nobleza, que se convirtió en mártir en tiempos del emperador Alejandro Severo, en la primera mitad del siglo III.
La devoción a Santa Martina ganó fuerza a partir del descubrimiento de su sepultura y la recuperación de sus reliquias. Esto sucedió muchos siglos después de su muerte, en 1624, durante las excavaciones de la vieja iglesia romana que le fue dedicada a la Santa por el Papa Honorio I en el siglo VII.
En el momento de los hallazgos, el Papa Urbano VIII, muy preocupado por la renovación espiritual de la iglesia, trasladó sus restos a otro templo, colocando el cráneo en un relicario aparte, con el propósito de promover la devoción a la Santa. Fue este Papa quien fijó su celebración el 30 de enero.
Las fuentes históricas textuales más antiguas sobre Santa Martina datan del siglo VI -es decir, son muy posteriores a su muerte- por lo que algunos hagiógrafos han puesto en duda su existencia. Dicho escepticismo cobra fuerza si se considera que, en general, la carencia de fuentes cronológicamente cercanas abre paso a la divulgación de inexactitudes o leyendas. Sin embargo, a pesar de esas dificultades, la fuerza con la que la tradición de la Iglesia ha conservado el nombre y la devoción a Santa Martina a lo largo de su historia ha permitido que se le conserve siempre en el índice de los santos.
El relato más seguro sobre ella nos señala lo siguiente: Martina quedó huérfana de padre -un hombre rico y noble- y heredó sus bienes. Ella los habría repartido entre los pobres a la usanza de muchos conversos de ese tiempo y se habría dedicado a la oración y la caridad. Debido a esto habría sido apresada por orden de Alejandro Severo; luego llevada al templo de Apolo, donde habría tenido que elegir entre Apolo, renegando de Cristo, y su fe cristiana. Martina eligió al Señor Jesús y por ello fue sometida a los tormentos habituales de los romanos: golpes, azotes, aceite hirviendo en las heridas, etc. Finalmente sería decapitada alrededor del año 235.
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