NUEVA ARMENIA, Francisco Morazán. La falta de lluvias sin precedentes anunciadas para este año, la ausencia de políticas hidrográficas y las malas prácticas de cultivos ponen en peligro los medios de subsistencia de por lo menos 1.3 millones de hondureños que viven en el llamado Corredor Seco.

Se trata de una zona geográfica de 12 departamentos y 137 municipios del oriente, sur y occidente del país donde la crisis del agua se tiñe de hambre, migración y desolación por la degradación ambiental irreversible de los últimos 60 años.

LA TRIBUNA recorrió los primeros pueblos de este corredor cercanos a la capital, constatando la preocupación de sus pobladores ante los presagios de las pocas lluvias por el fenómeno El Niño, como avisan los expertos oficiales.

En las primeras comunidades de Sabanagrande, las huellas de la sequía aparecen desde ya en quebradas, ríos y reservorios secos, escasez de pastos para los pequeños hatos ganaderos y la carestía de los alimentos básicos para las miles de familias al lado del camino.

Más adentro, aparece Nueva Armenia con sus laderas desérticas, donde no germina nada en verano, y de aquí el camino sigue a las aldeas de Texiguat y Soledad, que hace honor a su nombre, en el departamento de El Paraíso. Viendo hasta donde alcanza la vista, asoman caseríos lejanos entre pequeñas montañas, el espejismo del sol y un cielo altísimo completamente blanco.

Comunidades desoladas acompañan una carretera de tierra sin fin, que más adelante se convierte en varios caminos zigzagueantes por donde se pierde hasta las ganas de seguir avanzando y provoca, al mismo tiempo, unos grandes deseos de regresarse.

El resto del Corredor Seco lo continuamos en los mapas de los informes oficiales, donde se dibuja una ruta hacia el sur del país, bajando a los municipios de Choluteca, como Morolica, o Caridad en Valle; San Antonio del Norte y Santa Elena en La Paz, hasta llegar a los pueblos enclavados en las altas cordilleras de Lempira.

La característica de todos ellos es la misma: temperaturas hasta de 39 grados, con el 40 por ciento de probalidades de lluvias con respecto al resto del territorio nacional, alta desertificación en marcha desde hace 60 años, pérdida de cosechas hasta un 80 por ciento con cierto apoyo de la cooperación internacional frente a una agenda de los gobiernos que nunca llega.

COMER FRUTOS PARA SOBREVIVIR

Los reportes oficiales indican que cuando la sequía golpea estas comunidades con rudeza, las familias se ven obligadas a tomar decisiones dramáticas como comer menos, saltarse comidas y, en casos extremos, alimentarse con hojas o frutos silvestres para sobrevivir. En el peor de los casos, los padres sacan a los niños de la escuela para trabajar o casan a las niñas temprano.

Por supuesto, que este corto recorrido fue imposible comprobar este último extremo, pero sí el panomara general de pobreza con niños denustridos corriendo a esconderse cuando miran una cámara fotográfica o cuando no es así, se muestran tímidos, callados, sin alegría, mirando fijamente, inmóviles con los ojos bien pelados, a las visitas extrañas.

Varías sequías consecutivas en los últimos cinco años, dicen los entrevistados, se juntaron con la pandemia de COVID-19 provocando de inmediato un corte en la cadena de suministros. Sin dinero para cultivar sus parcelas muchos intentaron, sin éxito, buscar oportunidades en las grandes ciudades, donde la situación del empleo y el alto costo de la vida es peor. 

“Si el invierno es bueno, podemos aprovechar unas seis tormentas”
En esta ruta, a los primeros que encontramos en la aldea Montegrande fue a José Ángel Martínez (77), Constantino Ordónez (71), y su hijo Antony de 15 años. Estaban desayunando en una pausa de la faena campestre con sus sombreros de ala ancha, machetes y sus cumbos con agua fresca para tomar, tirados en el suelo seco.

Comían frijoles y arroz con tortillas. A pesar de su edad, estos hombres tienen buena apariencia con un conocimiento pleno de la agricultura, al punto que pueden predecir la lluvia con solo levantar la vista y ver el cielo.

“El maíz y los frijoles están en tres meses, el maicillo tarda 9 meses, uno viene aporreando en febrero porque sembramos en abril”, dice don “Tino”.

Las chicharras suenan fuerte, como augurando el agua que no llega. “Yo tengo calculado que el 26 de abril pegan dos tormentas, pero no se puede sembrar porque entonces la mazorca sale pequeña. Si el invierno es bueno, podemos aprovechar unas seis tormentas, la última lluvia fue el 13 de noviembre, yo la llevo apuntada”, agrega.

Su compañero de faena sale al paso para explicar que el cambio climático es una realidad en este corredor. “Hace 20 años, las fechas de las lluvias eran cabales, en mayo, a tal grado, que el Día de la Cruz, el 3 de mayo, comenzábamos a sembrar, pero ahora ya no se sabe”. Antony solo escucha a los dos mayores.

Más tarde, José Ángel se levanta para mostrarnos una laguna natural de su propiedad que nunca se seca. Aprovecha para tirarle comida y el espejo verdoso del reservorio comienza a temblar por las tilapias que está cosechando. “Con esa canícula que están pronosticando, la situación va estar más complicada”, subraya.

“Aquí solo cosechamos para comer, cuando se puede”
Lejos de los ojos de los políticos y burocrátas capitalinos, José Francisco Contreras se las ingenia para mantener sus pocas vacas flacas. Vive en zona boscosa de pino llamada Los Pozos, en honor a los reservorios naturales de donde recogen el agua, gracias a un proyecto financiado por la cooperación internacional desde el huracán Mitch. Cuando se secan los pozos, como ahora, pues, no hay agua. Su hija Nancy, quien lo acompaña en la faena, no se inmuta cuando se le acerca un ternero juguetón con unas manchas blancas entre sus orejas que le bajan hasta la panza. “Dicen que van a venir las lluvias, pero después no va a llover, eso nos preocupa”, dice Contreras recostándose en unos postes del potrero y quitándose el sobrero para darse brisa. “Estoy batallando con estos animalitos, dándoles comida con pollinaza que le dicen”, agrega. Siembra maíz, frijoles como sus vecinos de las otras aldeas Sabana Larga, El Suyatillo, El Junquillo y San Andrés. “Aquí solo cosechamos para comer, cuando se puede, los insumos están carísimos, fíjese que años anteriores la urea la comprábamos a 100 lempiras y ahora vale 600 y el otro insumo vale 1,300. A veces uno no tiene dinero para comprar a esos precios”, agrega mientras le tira la gallinaza a sus vacas. La niña se suma en ayuda de su padre y cuando le preguntamos si conocía el abadecedario comenzó a decir con una emoción increíbile: “a, b, c, d, f…”. 

“Dios no le quita el pan a nadie”
A pesar de los pronósticos pesimistas de sequía, Fernando Padilla confía en la divinidad. Vive en la aldea Algodones y sale al encuentro como si esperaba a un familiar muy querido. Anda de visita donde su tío, quien se queda dentro de la casa en una hamaca. Unas gallinas escandalizan en el patio porque un gallo enamorado las persigue. Es un pequeño productor de maíz, frijoles y maicillo. “Fíjese que ahora, siempre con la confianza en Dios, estamos limpiando los montes para sembrar. Nos preocupa porque nunca había llovido antes de Semana Santa, pero vamos a sembrar nuestros granos, Dios no le quita el pan a nadie”.

“Ya después del 10 mayo se empieza a sembrar el maíz, luego el maicillo y en septiembre los frijoles. La preocupación es que a veces llueve mucho y se pierde la cosecha”, agrega. Fernando se despide y llama a las gallinas con esos gritos guturales que entienden ciertas aves. Inmeditamente, las gallinas se le acercan, pero el gallo enamorado las vuelve a espantar. Mientras tanto un pequeño cachorro amenaza con salirse del portón de madera.

“La seña es que cuando llueve, al chuzo”
Práxedes García Espinoza llegó a los ocho años a esta aldea de Nueva Armenia, lo encontramos con una carreta cargando unos fertilizantes. Se detiene a mitad del camino en gesto platicador. A su espalda unos niños juegan en el patio de su casa, pero al ver la cámara salieron en veloz carrera y se escondieron detrás de la casa asomando su cabeza uno tras de otro.

Además de granos básicos, Práxedes cosecha plátanos, guayaba y hortalizas. “Aquí se siembra del 20 de abril en delante, pero uno aprende, ya cuando llueve uno siembra, porque el tiempo está cambiando, la seña es que cuando llueve, al chuzo”, dice soltando una carcajada.

Cuando le comento de la sequía, responde: “Mire, nosotros lo podemos ver negativo, pero ante Dios no hay nada imposible, confiamos en Dios, ¿sabe lo que pasa?, que la gente ha perdido la confianza en Dios”.

Pero la sequía es real, le insisto, y me vuelve a responder con mayor énfasis: “pero para Dios no hay nada imposible y yo creo que nos va a madar la lluvia”.

El Corredor Seco muere de sed
Los esfuerzos para la reducción de riesgos por sequía en Honduras comenzaron a escribirse desde hace 60 años en por lo menos 15 documentos, entre tratados y convenios internacionales, normas constitucionales, leyes generales, leyes especiales y reglamentos y unas 10 instituciones encargadas de ejecutarlos, según el último “Plan Nacional de Reducción de Riesgos por Sequía” 2020 – 2038 de la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente (SERNA).

Pero nada ha servido, hasta ahora, pues de acuerdo a este informe, durante las últimas dos décadas el país ha tenido eventos de gran magnitud, remarcándose los años 2002-2003, 2009-2010, 2014-2015, 2018-2019, cada vez más intensas y con crecientes pérdidas.

Los efectos de hoy, dice el documento, se debe a la aplicación de la Ley de Modernización del Sector Agrícola (LMDSA), entre 1990-1992, generando un escenario de riesgo, incrementando la tendencia de deforestación de áreas de recarga hídrica y zonas sensibles a degradación de tierras, cambiando la estructura productiva en favor de los cultivos de mayor rentabilidad en el mercado como la caña y melón, en detrimento de la producción de granos básicos y el grado en que la tecnificación del agro pasara a depender de la evolución de los precios internacionales.

En los años 2014 y 2015 se ha registrado el periodo más seco (temperaturas superiores a 39◦C en la zona del Corredor Seco) y largo registrado en los últimos 60 años, con una área de impacto en 146 municipios, 13 departamentos, afectando en el 2014 a 500,000 individuos y pérdidas del 25% de la cosecha nacional de granos básicos. Estas cifras se incrementaron en el 2015 con afectaciones a 1.3 millones de personas y pérdidas del bosque pinar por plagas (gorgojo descortezador) en un total de 381 mil hectáreas.

La sequía se está magnificando debido a la vulnerabilidad social reflejada fuertemente en el área del Corredor Seco, donde un 65% de los hogares viven por debajo de la línea de pobreza, y un 48% viven en pobreza extrema con altas tasas de malnutrición y carecen de acceso a oportunidades de desarrollo socioeconómico, servicios sostenibles y adecuados de salud pública y educación.

Igualmente, la vulnerabilidad ambiental se ha experimentado de forma dramática debido a la combinación de variables climáticas (temperaturas y evapotranspiración alta y la ausencia de lluvias) que ha impactado con plagas y enfermedades e incendios forestales con pérdidas y reducción de área de bosques, asimismo, y según ICF en 2019 la degradación tierras por deforestación para el periodo 2016-2018, es de 369.12 km2, con una pérdida promedio anual de la última década de 200 km2/año.

En el ámbito de los recursos hídricos se tiene una oferta anual promedio de 87,653 millones m3 de agua lluvia equivalente a un potencial hídrico superficial nacional de 1.542 m3/s, de los cuales se aprovecha un volumen estimado de 13.5 m3/s para consumo doméstico e industria; 75 m3/s para riego y 242 m3/s para la producción de energía eléctrica, perdiéndose un gran porcentaje del agua superficial (Guillén, 2015).

La oferta de agua subterránea no tiene una evaluación precisa, sin embargo en las zonas costeras densamente pobladas, la mayoría de pozos inmediatos a los manglares y las playas sufren del fenómeno de intrusión salina, a causa de la sobreexplotación del manto freático de agua dulce. El último evento de sequía (2018-2019) alcanzó un área geográfica de afectaciones para 137 municipios, localizados en 12 departamentos.

Tendencia irreversible

Según el BCH, 2019, el PIB agrícola ha disminuido de forma pronunciada desde un 21.6% en los años ochenta (80), 19% a final de los años noventa (90), 17% a final del dos mil (2000), hasta un 15% al final del año dos mil diez (2010). Este decrecimiento en el aporte al PIB nacional ha sido principalmente por los efectos de inundaciones, principalmente huracán Mitch 1998, y las sequías.

Asimismo, UNICEF – Honduras, 2016, evaluó la situación de producción agrícola, específicamente en la zona del Corredor Seco, resultando en una reducción del 60% de las cosechas, incidiendo en el abastecimiento de alimentos, y determinándose que en algunos años críticos esta ha descendido hasta un 80%, generándose un aumento en los precios de la canasta básica hasta por un 20%, reduciéndose los ingresos de los agricultores, y produciendo un aumento de la migración de personas del campo a la ciudad.

Igualmente en el ámbito pecuario, la producción de leche y sus productos derivados han tenido un aumento anual de manera constante, a excepción de los periodos 1982 – 83, 1997- 98, 2009-10, 2014-15 y 2018-2019.

Los resultados del Índice de Severidad revelan que un 60% del territorio nacional está bajo una condición estable de precipitación, sin embargo se tiene un 40% del territorio nacional con una condición de déficit pronunciando de lluvia, con una tendencia irreversible en la zona denominada Corredor Seco.

De igual manera, el Índice de Aridez consolida cifras críticas indicando que el 19% del territorio nacional está bajo una condición de escasez en disponibilidad de agua, un 5% es de abundancia del recurso hídrico y el 76% tiene un nivel promedio de disponibilidad de agua.

CCJ NOTICIAS

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