Cada 28 de diciembre la Iglesia Católica celebra la fiesta de los Santos Inocentes, aquellos niños que murieron asesinados por órdenes del rey Herodes: “Cuando Herodes se dio cuenta de que los magos lo habían engañado, se puso furioso y mandó matar, en Belén y sus alrededores, a todos los niños menores de dos años, conforme a la fecha que los magos le habían indicado” (ver Mt 2,13-18).

Herodes pensó que con esta cruel medida se libraría de Cristo, el Mesías esperado. Estaba dispuesto a hacer lo que sea para mantener su poder, y ciertamente las noticias sobre el nacimiento de un rey que habría de gobernar a su pueblo lo aterrorizaban. A pesar de su gran poder, el Hijo de Dios logró salvarse gracias a los cuidados de San José y Santa María.

Trágicamente la sangre de estos inocentes fue derramada para que Cristo viva, y aunque no lo supieran en aquel momento, Dios Padre los constituyó “mártires”, es decir, testigos del sacrificio de su propio Hijo.

En un antiguo sermón, exclamaba San Quodvultdeus con perfecta elocuencia: “Todavía no hablan, y ya confiesan a Cristo. Todavía no pueden entablar batalla valiéndose de sus propios miembros, y ya consiguen la palma de la victoria”.

De acuerdo al relato de San Mateo, unos sabios venidos de Oriente advirtieron al rey Herodes del inminente nacimiento del Mesías, de quien estaba profetizado que llegaría a ser rey de Israel. Estos sabios o “reyes magos” habían viajado desde muy lejos para adorar a aquel niño, y por eso se presentaron ante quien consideraban la máxima autoridad de esas tierras. Herodes entonces les pidió que, después de adorar al recién nacido, regresen y le revelen dónde se hallaba para él también “ir a adorarlo”. Sin embargo, en secreto, el rey temía que ese recién nacido llegara a quitarle el poder algún día, así que hizo planes para matarlo.

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